(I)
Volví a Alía, restos del pueblo donde nací, y lo hice con un cofre que contenía las cenizas de mi tío (su mujer le esperaba en el pueblo). Me angustiaba la idea de permanecer allí más tiempo del necesario para dejar caer las cenizas y santiguarme, como me acongojó el hecho de volver a Alía. Por ello, aún no sé si fue el silencio que dejaba escuchar el aire mientras jugaba con los arbustos, la quietud de aquellas piedras amontonadas regularmente y que un día tuvieron el atrevimiento de ser casas, o la serenidad de los nogales, que sabiéndose solos seguían dando sombras, leña y frutos, pero entonces tuve la necesidad de recorrer las calles de aquella mi infancia. Tras un paseo entre callejuelas, franqueo de vallas, y acercamientos curiosos a hogares derruidos, llegué al pequeño huerto que tantas veces había labrado, y sorteando zarzas que querían impedirme el paso me acerqué a aquel castaño centenario de la esquina, ese que tantas veces había servido de sostén a mis escaladas, cobijo en mis primeros encuentros con los libros, y cómplice del amor, el que descubrí bajo sus ramas. Bajo él, como otras tantas veces, volví poco a poco con la mente al pasado, sintiendo que el castaño me cogía para llevarme a un viaje por el tiempo a aquella mi niñez.
(II)
Entonces, asistí, como un fantasma por el pueblo, al transcurrir de su vida. Veía cómo hombres y mujeres, en cuadrillas, separaban la paja del grano, y entre risas hacían circular la bota y el botijo; contemplaba otra vez a la cuadrilla haciendo sangrar al animal, ese al que durante meses habían dado sustento y que en adelante iba a ser el suyo (y otra vez en medio la bota y el botijo); circulaban ante mí historias contadas bajo el candil entre el humo de una vieja cocina, mientras las mujeres hilaban, -interminables seranos-, y en el suelo o circulando la bota y el botijo. Y junto a ellos ese viejo de mirada fija en el fuego, con el rostro arrugado como la carta de amor que no encuentra más destino que la papelera, y el cigarro a medio consumir entre sus labios, murmurando: “sembramos y el tiempo con su paso es quien nos mantiene vivos”. Al fondo la montaña, que parecía allí puesta para darles cobijo, e impedirles la marcha. Y vi el paso del tiempo; lluvia, sol y nieve; verde, dorado y blanco; niños, besos y muerte.
(III)
El viento soplaba con fuerza. El crujido de una rama del árbol que me acogía me hizo volver al presente. Entre las ramas del castaños descubrí un pequeño nido de verderón, y en él dos polluelos de desigual tamaño. Había visto de niño muchos nidos parecidos y supe que la cría mayor era un cuco, uno de esos pájaros que alquilan una madre para que vuele por ellos y saque a sus descendientes adelante. Miré a la base del árbol y vi los restos de un pequeño huevo que seguramente el cuco había expulsado. Pensé en la madre y me pregunté como no se habría dado cuenta que aquel huevo, y ahora ese pollo, no era suyo, que había desplazado a su verdadera cría. Al principio estaría extrañada al ver un huevo más grande, sentiría recelo, pensé. Pero, seguramente, hipnotizada, habría seguido con su papel.
Tras observar aquella pequeña vivienda mi vista volvió a recaer en el cofre, en las cenizas y éstas llevaron mi vista a las del pueblo, al esqueleto que anunciaba que algún día aquí hubo vida. El murmullo de las hojas del castaño volvió a sumirme en el sueño, y vi a aquellos hombres que un día llegaron hablando de la pizarra que escondía la montaña, de la fábrica que iban a construir, de la escasez del pueblo en el pasado y de su futuro próspero. Observé los recelos que al principio se produjeron, y asistí al lento, pero continuo, desfile del campo a la pizarrera. Y vi a los integrantes de aquella cuadrilla trabajar en la mina, cada uno centrado en su tarea; y arrinconados a la bota y al botijo. Ya nadie sentía amenaza en aquella empresa. Sólo el viejo, que con el cigarro en la boca seguía sentado en la plaza del pueblo, renegaba de la modernidad: “antes el alimento esperábamos que surgiera del suelo, ahora se lo arrancamos”. Como un acto reflejo, miré a donde un día hubo un monte y ahora no había más que escombros.
Pasaron los años, diez, quizás veinte.
(IV)
Fijé la mirada en el nido, alertado por el verderón que volvía con comida, y observé cómo el cuco, haciendo valer su mayor tamaño y quizás algún hechizo, se quedaba con ella. Y pensé que pronto el otro pollo sería totalmente expulsado y apartado, como lo fue el embrión de su hermano.
El pasado volvió a llamarme, eran aquellos años que precedieron a la desaparición del pueblo, en los que poco a poco muchos jóvenes tuvieron que emigrar al ser rotos sus lazos con la empresa. Ya no había trabajo. La extracción pizarra ya no era rentable. Y llegó el día del cierre. Fueron pocos meses; primero se fue la empresa, luego las personas dejaron el pueblo. Ya nadie trabajaba la tierra: unos se habían jubilado, otros habían dejado sus pequeñas tierras para trabajar en la cantera. Con la disculpa de la soledad y del miedo, el pueblo desapareció. Sólo el aquel viejo que vivía en la vieja casa si agua, sin electricidad y que rechistaba cada vez que oía hablar de la cantera y renegaba del progreso, quedo allí, con el cigarro en la boca a esperar su invierno. “Está loco, quedarse aquí solo”, decía el resto. Y vi pasar el tiempo: lluvia, nieve y sol; negro, blanco y negro; nada, vacío, nada.
(V)
De nuevo dirigí la mirada al nido y pensé que pronto el cuco echaría a volar. Y se olvidaría de la madre que pasaba todo el día cazando pequeños insectos para él. Quizás buscaría pronto un nido donde poner sus huevos, donde otra madre abandonara sus pollos para dedicarse al suyo.
Me levanté y lentamente, absorto en mis pensamientos me dirigí al cementerio. La luz escaseaba. No podía retrasarme más. Debía volver a la gran ciudad. Abrí el bote y dejé caer las cenizas, que gracias a una ráfaga de aire inoportuna, o quizás oportuna fueron esparcidas entre todas la tumbas. Recé una oración y volví al coche.
Había recorrido unos cientos de metros, cuando un leve sonido me pidió que detuviese mi marcha, bajase del coche y mirase atrás. Lo hice y vi el pueblo a lo lejos. Confundidas entre el viento, escuché risas y cantos allá a lo lejos entre las ruinas. Imaginé que eran los viejos del pueblo, la antigua cuadrilla, pasándose la bota y el botijo, que como almas en alegría recibían a mi tío. Incluso creí escuchar al viejo renegar de los modernos panteones, del paso del tiempo o más bien del ya no paso.
Y me apoyé en un arbusto cercano a la carretera, donde vi al cuco y al verderón. Por un momento creí que la naturaleza había permitido cambiar el orden eterno, pero enseguida observé cómo se echaban a volar en distintos sentidos. Entré en el coche y me dirigí a la gran ciudad. Y durante un rato vi cuco volar en mi misma dirección.
Manuel Martínez