Autor del artículo: Javier Noriega

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Vaya por delante que carezco de convicciones religiosas, por lo que no tengo ninguna esperanza, fe o confianza en una vida más allá de la muerte. Por lo tanto, lo que se haga de mis despojos una vez que el aliento me abandone me es indiferente. Hagan mis deudos de ellos lo que mejor les convenga y menos molestias les procure.
Dicho esto, debo decir que las noticias sobre el fraude que el tanatorio El Salvador ha venido (presuntamente) haciendo al incinerar los cadáveres sin el ataúd para volver a utilizarlo (¡y cobrarlo!) en ulteriores sepelios me ha llenado de estupor y horrorizado a partes iguales.
Si bien es cierto que yo mismo he pensado que la incineración del ataúd junto con el cuerpo del finado constituía un gasto inútil que bien podían ahorrarse las familias que optasen por esta modalidad (caso bien distinto es el del enterramiento, aunque los musulmanes inhumen a sus fallecidos envueltos simplemente en un sudario) considero abominable lo sucedido en el caso que nos ocupa. Que el (o los) propietario sea quien hurte el féretro y, parece ser, que también ¡las flores! para su provecho en la reventa sin conocimiento ni consentimiento de quienes mediante su pago son sus legítimos propietarios y, por lo tanto, pueden disponer de ellos como les dé la real gana y mejor les plazca, me parece que va más allá de la simple estafa, del hurto. Es todo un síntoma del sistema en el que vivimos, donde el beneficio y el provecho se ha instalado por encima de todo, desconsiderando las situaciones de los perjudicados, sean estos trabajadores despedidos o mal remunerados, familias desahuciadas, clientes estafados o deudos de fallecidos. Es posible que, en este caso, insensibilizados por el trato constante con cadáveres, cuerpos inertes e insensibles al fin y al cabo, hayan llegado a considerar a éstos como simpe mercancía, mercadería que dura poco más de un día en sus instalaciones. Y que con gran facilidad se podía aumentar el provecho.
Una vez aclarados los hechos e impartida justica habría (si resultaran culpables) que hacerles copiar millones de veces que unos de los rasgos distintivos de nuestra condición humana es el hecho de que honramos y enterramos a nuestros muertos, último homenaje y reconocimiento a quienes fueron y no van a volver a estar jamás entre los vivos.
Me ha venido a la memoria otro episodio de desprecio superlativo a los muertos (o más bien a sus familiares vivos, pues ellos, pobrecitos, nada podían ya sentir ni padecer): el accidente del Yak 42. Para evitar desagradables responsabilidades se ubicaron de cualquier manera los cadáveres de los militares fallecidos, mezclando en el mismo ataúd diferentes cuerpos. Son ejemplos de cinismo máximo, de una mentalidad roma, utilitaria, basta y finalista que nuestro refranero ilustra de forma somera: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”.
Y no puedo por menos que recordar otro hecho, bien antiguo, que ilustra esta concepción expeditiva y provechosa de la vida. Se dice que en 1209, antes del asalto a la ciudad de Béziers (Francia) donde se habían refugiado buena parte de los cátaros (o albigenses) considerados herejes por la iglesia de Roma, Arnaud AMAURY, el abad de Cîteaux que comandaba las fuerzas asaltantes, al ser preguntado por los soldados cómo reconocerían a los herejes de los cristianos fieles a Roma, respondió: “Tuez-les tous, Dieu reconnaïtra les siens” (Matadles a todos, Dios reconocerá a los suyos”)
Jamás el cinismo expeditivo alcanzó semejantes cotas.